jueves, 29 de noviembre de 2007

Aventuras de un profe de español en Oxford - Capítulo 2

- Papirotazo, en efecto. A este tipo de golpe propinado con el dedo índice se lo llama así porque era de este modo como se golpeaban los papiros hallados en Egipto a comienzos del siglo XIX para probar su resistencia y empezar a determinar su antigüedad.
Y al ver que nadie reaccionaba violentamente ni a nadie se le ocurría argüir que un solo papirotazo habría convertido en confetti cualquier papiro dinástico, sino que los alumnos tomaban nota y el colega inglés -aturdido sin duda por la grosera sonoridad de la palabra y tal vez embriagado por la repentina visión de un Egipto napoleónico- aprobaba mi explicación ("¿lo oyen ustedes? Papirotazo viene de la palabra papiro: pa-pi-ro, pa-pi-ro-ta-zo"), aún encontraba valor para insistir y completar la falsedad con una nota erudita:
- Es por tanto una palabra bastante reciente, que se asimiló a la más antigua capirotazo, como también se llama a ese golpe doloroso y vejatorio -y hacía una pausa para ilustrar el vocablo con un papirotazo al aire-, por ser el mismo que se acostumbraba propinar a los penitentes encapuchados durante las procesiones de Semana Santa, en la punta de sus capuchas o capirotes, para humillarlos.
Y mi colega siempre aprobaba ("¿Lo oyen ustedes? Ca-pi-ro-te, ca-pi-ro-ta-zo"). La delectación con la que algunos de los profesores británicos proferían palabras descabelladas en español no dejaba de conmoverme, y las que más les satisfacían eran las de cuatro o más sílabas. Recuerdo que el Matarife disfrutaba tanto que se olvidaba de la compostura y, levantando una pierna -la blanquísima canilla al descubierto por culpa de unos calcetines demasiado cortos y unos zapatos voraces-, la apoyaba con desenfado y no sin gracia sobre un pupitre vacío y la hacía balancearse al compás de su silabeo eufórico ("Ve-ri-cue-to, ve-ri-cue-to. Mo-fle-tu-do, mo-fle-tu-do"). En realidad hube de suponer, más tarde, que el aplauso de mis colegas a mis etimologías imaginarias era consecuencia de su excelente educación, su sentido de la solidaridad y su sentido de la diversión. En Oxford nadie dice nunca nada a las claras (la franqueza sería la más imperdonable falta, y también la más desconcertante), pero así lo comprendí cuando al despedirme de Dewar el Inquisidor tras mis dos años de estancia allí, me dijo entre otras pomposidades:

continuará...

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